martes, 12 de noviembre de 2013

UNA MOCHILA PARA EL UNIVERSO

Imagina que tienes una mochila. Dale color, el tamaño y la forma que prefieras.
Piensa en la experiencia, las palabras, la decepción o las pérdidas que te están pesando. Puedes elegir un objeto para simbolizarlas.
¿Qué he aprendido de esta experiencia? Sabemos por multitud de estudios que aprender una lección de cada experiencia es uno de los elementos que más ayuda a superar la tristeza. ¿Eres más sabio, más compasivo, comprendes mejor lo que necesitas, tienes alguna prioridad más clara de cara al futuro, has aprendido a perdonar, has crecido o mejorado de alguna manera? 
Meto mi experiencia en la mochila y se la devuelvo al universo. Con esto estamos dando una orden sencilla y gráfica al cerebro: he aprendido una lección de esta experiencia y ahora la "dejo ir", no necesito revivirla, confío en que esta experiencia me ha servido para crecer y no deseo cargar más con ella.
Cambiar, comprender y transformar no es tan difícil como tememos, aunque a menudo resulte arduo afrontar los procesos de cambio porque asustan a nuestro cerebro programado para sobrevivir y protegerse. Cambiar, para este cerebro miedoso, implica una posible pérdida, aunque ésta pudiera ser necesaria y beneficiosa para nosotros. Por ello solemos resistirnos a los cambios, porque despiertan inseguridad a las que instintivamente nos resistimos. Por ello, los entornos de crisis personal y social suelen ser propicios para que se den cambios, porque la elección entonces es o bien cambiar, o seguir soportando el sufrimiento derivado de la situación de crisis.
Aunque algunos se atrincheran en su dolor, muchos consiguen afrontar sus cambios vitales tarde o temprano. Somos más ligeros y flexibles de lo que creemos porque estamos programados para conquistar y descubrir, y por ello tenemos más poder del que solemos reconocer sobre nuestras derivas individuales y colectivas.
Einstein dijo que un problema no puede solucionarse al mismo nivel ni desde la misma perspectiva en los que fue creado. En este sentido, las crisis, que desgraciadamente traen incertidumbre y destrucción a la vida diaria de tantas personas, son una oportunidad para que construyamos los cimientos de cambios profundos que difícilmente podrían darse en circunstancias de bonanza. 
La experiencia de lo aprendido a lo largo de siglos, en la naturaleza y en las civilizaciones, desvela que las crisis potencian la evolución y que cambios que parecían difíciles o imposibles pueden darse incluso relativamente deprisa. A estos cambios, sin embargo, actualmente se resisten en buena medida nuestras estructuras sociales, políticas, económicas y religiosas, empeñadas en su propia supervivencia.
Una de las creencias más arraigadas del viejo mundo que colea es que la abundancia es tener más que nadie, un lema radical que implica que el dinero tiene derecho a marcar las reglas de nuestra convivencia. Tendremos que aceptar, a la luz de lo que estamos aprendiendo acercar del bienestar físico y emocional de las personas, que el dinero por encima de un umbral medio ocupa un modesto lugar en nuestra felicidad y que su consecución no puede estar reñida con la consolidación de entornos educativos, afectivos y laborales que alimenten las necesidades humanas básicas de afecto, seguridad, creatividad y bienestar.
Nuestro siglo se caracteriza como ningún otro por la rapidez con la que intercambiamos información y por la facilidad con que las ideas colectivas e individuales pueden viajar y contagiarse. Nunca como hasta ahora una sola persona ha podido de la noche a la mañana impactar e influir sobre los demás, porque puede subirse a una plataforma digital y hacerse escuchar, para bien o para mal. Vivimos además en una época de democratización del conocimiento que potencia las posibilidades de que la creatividad humana se multiplique en todos los ámbitos. Aunque a veces cueste creerlo, los datos objetivos revelan que caminamos hacia sociedades más transparentes, más pacíficas, más colaborativas y más justas, donde más personas, educadas para gestionar un cerebro complejo que estamos aprendiendo a potenciar, podrán ser partícipes de la evolución del mundo que compartimos.
Cada niño y cada adulto deberían celebrar la magia de nacer y ser únicos, de poder hacer tanto bien o tanto mal. Celebrar los misterios de la física cuántica y de las partículas que se comunican fantasmagóricamente. Celebrar la magia de despertar cada mañana en un minúsculo planeta cubierto por un manto de vida verde que cruza el espacio a doscientos cincuenta kilómetros por segundo, y también la magia de que a su vida puedan llegar otros seres que de repente lo comprendan y le amen. Celebrar que haya flores y frutas para saciar su hambre, y agua para apagar su sed. Celebrar que escrutemos impacientes el universo con inmensos telescopios buscando más vida, que nos preguntemos incesantemente qué nos espera después de la muerte, que inventamos canciones y enlazamos palabras hasta crear poemas. ¿Hay mayor magia que todo lo que nos rodea a diario?
Si lográsemos vivir y educar a nuestros hijos con los ojos abiertos a la realidad misteriosa y palpitante, si supiésemos transmitirles el regalo que supone estar inmersos en tanta belleza y tanto misterio, no nos haría falta acumular todo lo inexplicable del mundo en supersticiones y respuestas cerradas que niegan la magia que nos rodea. No necesitaríamos infinitas distracciones y una exagerada acumulación de bienes, imágenes y sensaciones para disfrutar de la abundancia de la vida. Si fuésemos justos y observadores, sabríamos sin dudarlos que la verdadera magia se esconde en este universo deslumbrante que poco a poco estamos logrando descifrar.


Una mochila para el universo 21 rutas para vivir nuestras emociones. Elsa Punset.

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